Por Jaime Roset Álvarez. Octubre 2012.
Ayer terminábamos de preparar nuevas rutas por esa zona mágica del triángulo Palencia-Burgos-Cantabria tan por descubrir, donde volveremos en febrero del año 13. Un día antes, un buen grupo de personas de Asturias, Castellón y Madrid compartimos algunas rutas por el norte de Palencia. Esta es la historia.
El encuentro como de costumbre fue en la Posada de Santa María de Mave, que cuando se pone otoñal, con su parra virgen trepando por los muros ocho veces centenarios, nos retrotrae sin querer a otras épocas legendarias. Entre sus muros hay algo especial, es una mezcla de recogimiento, de musicalidad silenciosa y una luz que invita a empezar a descubrir esta comarca tan a trasmano y tan llena de sorpresas.
Como buen comienzo de expedición, nuestros anfitriones nos premiaron con una magnífica cena, conforme llegaba nuestra gente, disfruté con las caras de sorpresa cuando veían el lugar elegido de base para todos ellos. El Convento de Mave no es cualquier sitio. Como digo está impregnado de buenas vibraciones y rodeado de belleza. Desde su ajardinamiento hasta el gusto del arquitecto por combinar el hierro oxidado con la piedra y el agua, todo ahí parece armónico. Hasta han tenido el gusto de poner un piano de cola en una de las salas con columnas y vistas a un pequeño claustro.
Amaneció el sábado y tras el rico desayuno tipo bufet y el breafing, los componentes de la aventura fueron saliendo en dos equipos rumbo a Fuentes Carrionas. En total siete vehículos todoterreno. Con Juan Urrutia se estrenaban Patricia y Marta en el mundo del 4x4. Juan Miguel y Francisco en su Cherokee también hicieron su debut en una ruta conjunta. Nuestros nuevos cuatro amigos de Asturias, capitaneados por Tasio en su veterano Suzuki, también se unían por primera vez a una experiencia única como esta. En cabeza, abriendo con su gran veteranía y buen hacer, Toni y Carmina en su Galloper; por detrás Adolfo y Almudena, en su Toyota Land Cruiser; José Manuel y Sonia, en un 150 y por último los guías Cristina y Jaime en el Toyota de la organización.
La primera parte de la ruta, que en realidad comienza en pista pasado Aguilar de Campoó, donde aún huele a galletas por doquier y el castillo lo domina todo; comenzaba en Matamorisca. La pista introduce a nuestros participantes poco a poco en la montaña Palentina, apreciando de ese modo primero sus zonas de cultivo y sus montes domesticados, pero ya siempre con un paisaje teñido por un tímido otoño.
Tras cruzar las vías del tren repetidas veces y sobrevolados por algunas rapaces, llegamos a Cervera de Pisuerga, donde hicimos una parada para tomar un café y recoger un par de tortillas.
A partir del Parador de Cervera de Pisuerga, una carretera que se interna en un verdadero rebollar (Quercus pyrenaica) nos conduce a Resoba, una tradicional aldea en el fondo de valle. La subida por una pista pedregosa tomando altura, nos permitió tener sensación aérea del lugar al que nos estábamos dirigiendo. Ya estábamos cerca del corazón de Fuentes Carrionas, el Valle de Pineda.
Había varias cuerdas montañosas de formas caprichosas entre las que destacaban las cumbres del Curavacas y el Espigüete. Entre ellos algunos de los últimos valles oseros de la cordillera cantábrica. Cierto, en el collado de acceso al Valle de Pineda era posible ver las marcas de estos plantígrados en las cortezas de los pinos silvestres (Pinus silvestris), también llamados pinos albares por su corteza teñida de amanecer. Las explicaciones de Jaime, yo mismo, vuestro biólogo de cabezera, trataron de amenizar el momento a más de uno, sobre todo cuando Sonia descubrió pelo de un oso pardo ibérico adherido al tronco resinoso de la conífera.
La primera bajada emocionante nos sumergió rápidamente en el valle del Carrión; Pineda, emblemático valle del Parque Natural de Fuentes Carrionas y Fuente del Cobre. Una mezcla de libertad y sobrecogimiento me invade invariablemente de las veces que haya pasado por ahí. Si bien es verdad que esta vez el Carrión nos mostró su cara más dulce, sin apenas corriente ni dificultad para vadearlo las cinco veces que son precisas para descubrir el límite con Cantabria; ahí estaba, mostrando el trabajo de millones de años excavando la roca, suavizando sus cuarcíticas formas hasta crear hermosos cantos rodados, muchos de ellos convertidos posteriormente en conglomerados. Rocas sedimentarias, de rocas sedimentarias; una vez y otra repetidas veces sometidas a la fuerza de las aguas, el viento, el tiempo y la presión, causantes de un ciclo sin fin erosivo, que ahora se transformaba en este paisaje tan impactante ante nuestros ojos.
Sin mayor dificultad, nuestros expedicionarios fueron surcando las rotas pistas, cruzando una y otra vez el río, disfrutando de los colores del Serval de los Cazadores (Sorbus aucuparia) ya fructificado, los espinos albares, los rosales silvestres y los piornos que daban el toque de aroma al espectáculo de la vida al que asistimos este fin de semana. Algún ciervo se nos cruzó, vimos ganado asilvestrado, nos cruzamos con algunos ciclistas y poco más. El valle lo sentimos como nuestro.
Al llegar el límite con Cantabria, que no se puede transgredir con el tipo de permiso que teníamos; el viento, fuerte y ya fresco, nos empujó a comer en una zona abrigada que descubrimos al amparo de unas grandes rocas junto al río. Allí preparamos hamburguesas recién hechas, aperitivos, tortilla, gazpacho casero y algún que otro embutido para comer. Sin que sirviera de precedente, fui yo mismo quién actué de cocinero, tanto el primer día como el segundo.
Al rumor de los presentes, o quizá al olor de las viandas, bajó de la montaña el pastor de la zona, descuidando a sus cabras que más tarde tuvo que ir a buscar. Nos habló del lobo, del ganado, sus mastines, de la vida en la montaña. Nos transmitió saber y ganas de vivir y conocer a quienes con tanto empeño insistían en cruzar sus tierras, sus dominios. Comió y bebió con todos y nos llevamos un grato recuerdo de nuestro nuevo amigo de las cumbres. Espero volver a encontrarlo para que me enseñe es trofeo de un ciervo que él mismo recogió de un viejo ejemplar que vino a morir al río, que me explique despacio lo de los bailes agarrados que tanto le gustan, o como el cura del pueblo acechaba a las senderistas tendidas al sol y al rumor del arroyo de entre las piedras de este mismo sitio.
Tras la comida y reponer fuerzas, continuamos aguas abajo por el fondo de valle hasta Vidrieros, base de montañeros al Curavacas, pasando por la salida del valle en Triollo para comenzar una nueva ruta.
Camino de Camporedondo de Alba por la pista que rodea el embalse, se asciende hasta Valsrubio, un pueblo perdido y abandonado en un paraje de esos con magia. El bosque poco a poco va cubriendo las ruinas que se han librado del expolio de sus valiosas piedras.
Por primera vez en esta ruta, continuamos hasta la Ermita del Cristo del Monte bajando hasta el Santuario de Nuestra Señora del Bierzo, y completando la vuelta a uno de los macizos montañosos más oseros, llegamos a Vado, donde comenzaba la tercera ruta de la jornada.
La organización instó a en todo momento a regresar por carretera a quien quisiera volver a descansar al hotel, pero el grueso de la expedición permaneció firme y con ganas de más. Por esta razón regresamos a Mave ya oscureciendo por la ruta del Pisuerga y las Cigüeñas. Siempre resulta agradable descender al ritmo del río, acompañando al agua, sintiendo su frescor y al amparo de la vegetación de ribera por allí refugiada. Todo el camino estuvo jalonado de chopos de hojas doradas a punto de caer. Casi sin pisar asfalto hasta los últimos 100 metros, llegamos al convento cansados pero contentos ya en plena noche.
Tiempo para relajarnos, tomar una cerveza y ducharnos para la cena, que de nuevo sorprendió por su buena cocina. Después, quien quiso disfrutó de un bonito paseo nocturno en el que conversamos de lo divino y lo humano como buenos "cuatreros".
La noche en confortables habitaciones, todas con una decoración diferente. Por la mañana desayunamos y nos dispusimos a recorrer alguno de los lugares más interesantes de la zona: Las Tuerces.
Por una pista que entra dentro de la "lora", una muela, o una montaña arrasada que queda plana por su parte superior, ascendimos hasta caer a los pies de sus muros. Rodeando un barbecho por una divertida pista llegamos a las ruinas de la Ermita de Gama, donde nos hicimos una bonita foto de grupo. Ahí la geología comienza a apuntar maneras creado crestas y escarpes rocosos de primer orden, invitando a pensar que detrás de una de esas rocas va a aparecer algún personaje medieval o un conjunto de monjes de regreso de sus momentos de meditación aquí arriba, un poquito más cerca de Dios.
Tomando otra pista esta vez atravesando un pinar lobero, en el que vimos varias ciervas, llegamos a la mágica ciudad de las Tuerces. En la parte más occidental de esta lora, hay un relieve imposible Karstico que ha provocado calles, puentes, hundimientos, cuevas, seres petrificados de grandes bocas, setas rocosas. Más de uno se habrá sentido impresionado en este espacio tan agreste pero tan acogedor al mismo tiempo por sus praderas llenas de luz.
Aprovechamos tan singular espacio para hacer un juego. Parte de los participantes escondieron cajas con mensajes cifrados que posteriormente debían encontrar sus compañeros gracias al uso del GPS de mano. A esta actividad se la conoce como "Geocaching" o la búsqueda del tesoro, y cada vez cobra más adeptos por el mundo. Ganó el equipo que iba con los guías pero eso da igual, al final pese a la amenaza para los perdedores, comieron todos una paella también preparada por mi junto a la ermita rupestre de Olleros, única en el mundo, llena de historia y misterio. Sus muros se parecen a Petra en Jordania o a las formas erosivas de las areniscas del Gran Cañón del Colorado. Su guardián dio importantes explicaciones mientras el arroz reposaba en una bonita pradera a la necesaria sombra de un extraño sauce llorón de ramas retorcidas.
Comimos en abundancia y salimos a la quinta y última ruta. Este camino inédito hasta que fue abierto por Terranatur, enlaza esta ruta con la de la mítica Peña Amaya y se caracteriza por atravesar bosques de Quejigos otoñales. (Quercus faginea). Con constantes cambios de paisaje cruzando de un valle a otro, llegamos al despoblado de Puentes de Amaya y de ahí al último bastión del pueblo Cántabro que fue la Peña Amaya, una atalaya natural, una fortaleza natural inexpugnable regada con la sangre de muchos pueblos y en la que uno siente algo. Mirando a la interminable meseta de la vieja castilla que ahí se pierde en el infinito, nos despedimos los participantes de esta última aventura, deseando volvernos a ver en nuevas gestas en plena naturaleza.
Próxima salida a esta zona en febrero de 2013. Más información e inscripciones aquí.